Contemplar el Evangelio de hoy
Día litúrgico: Miércoles IX del tiempo ordinario
Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error».
Comentario: Pbro. D. Federico Elías ALCAMÁN Riffo (Puchuncaví-Valparaíso, Chile)
«No es un Dios de muertos, sino de vivos»
Hoy, la Santa Iglesia pone a nuestra consideración —por la palabra de Cristo— la realidad de la resurrección y las propiedades de los cuerpos resucitados. En efecto, el Evangelio nos narra el encuentro de Jesús con los saduceos, quienes —mediante un caso hipotético rebuscado— le presentan una dificultad acerca de la resurrección de los muertos, verdad en la cual ellos no creían.
Le dicen que, si una mujer enviuda siete veces, «¿de cuál de ellos [los siete esposos] será mujer?» (Mc 12,23). Buscan, así, poner en ridículo la doctrina de Jesús. Mas, el Señor deshace tal dificultad al exponer que, «cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer, ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc 12,25).
Y, dada la ocasión, Nuestro Señor aprovecha la circunstancia para afirmar la existencia de la resurrección, citando lo que le dijo Dios a Moisés en el episodio de la zarza: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob», y agrega: «No es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,26-27). Ahí Jesús les reprocha lo equivocados que están, porque no entienden ni la Escritura ni el poder de Dios; es más, esta verdad ya estaba revelada en el Antiguo Testamento: así lo enseñaron Isaías, la madre de los Macabeos, Job y otros.
San Agustín describía así la vida de eterna y amorosa comunión: «No padecerás allí límites ni estrecheces al poseer todo; tendrás todo, y tu hermano tendrá también todo; porque vosotros dos, tú y él, os convertiréis en uno, y este único todo también tendrá a Aquel que os posea a ambos».
Nosotros, lejos de dudar de las Escrituras y del poder misericordioso de Dios, adheridos con toda la mente y el corazón a esta verdad esperanzadora, nos gozamos de no quedar frustrados en nuestra sed de vida, plena y eterna, la cual se nos asegura en el mismo Dios, en su gloria y felicidad. Ante esta invitación divina no nos queda sino fomentar nuestras ansias de ver a Dios, el deseo de estar para siempre reinando junto a Él.