Contemplar el Evangelio de hoy
Día litúrgico: 2 de Noviembre: Conmemoración de todos los fieles difuntos
Comentario: Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM (Barcelona, España)
Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino
Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.
Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.
Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».