El Evangelio de Hoy

Día litúrgico: Jueves III de Cuaresma
Comentario: Rev. D. Josep GASSÓ i Lécera (Corró d'Avall, Barcelona, España)
Si por el dedo de Dios expulso yo los demonio, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios
Hoy, en la proclamación de la Palabra de Dios, vuelve a aparecer la figura del diablo: «Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo» (Lc 11,14). Cada vez que los textos nos hablan del demonio, quizá nos sentimos un poco incómodos. En cualquier caso, es cierto que el mal existe, y que tiene raíces tan profundas que nosotros no podemos conseguir eliminarlas del todo. También es verdad que el mal tiene una dimensión muy amplia: va “trabajando” y no podemos de ninguna manera dominarlo. Pero Jesús ha venido a combatir estas fuerzas del mal, al demonio. Él es el único que lo puede echar.
Se ha calumniado y acusado a Jesús: el demonio es capaz de conseguirlo todo. Mientras que la gente se maravilla de lo que ha obrado Jesucristo, «algunos de ellos dijeron: ‘Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios’» (Lc 11,15).
La respuesta de Jesús muestra la absurdidad del argumento de quienes le contradicen. De paso, esta respuesta es para nosotros una llamada a la unidad, a la fuerza que supone la unión. La desunión, en cambio, es un fermento maléfico y destructor. Precisamente, uno de los signos del mal es la división y el no entenderse entre unos y otros. Desgraciadamente, el mundo actual está marcado por este tipo de espíritu del mal que impide la comprensión y el reconocimiento de los unos hacia los otros.
Es bueno que meditemos cuál es nuestra colaboración en este “expulsar demonios” o echar el mal. Preguntémonos: ¿pongo lo necesario para que el Señor expulse el mal de mi interior? ¿Colaboro suficientemente en este “expulsar”? Porque «del corazón del hombre salen las intenciones malas» (Mt 15,19). Es muy importante la respuesta de cada uno, es decir, la colaboración necesaria a nivel personal.
Que María interceda ante Jesús, su Hijo amado, para que expulse de nuestro corazón y del mundo cualquier tipo de mal (guerras, terrorismo, malos tratos, cualquier tipo de violencia). María, Madre de la Iglesia y Reina de la Paz, ¡ruega por nosotros!
Día litúrgico: Miércoles III de Cuaresma
Comentario: Rev. D. Vicenç GUINOT i Gómez (Sitges, Barcelona, España)
No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas (...), sino a dar cumplimiento
Hoy día hay mucho respeto por las distintas religiones. Todas ellas expresan la búsqueda de la trascendencia por parte del hombre, la búsqueda del más allá, de las realidades eternas. En cambio, en el cristianismo, que hunde sus raíces en el judaísmo, este fenómeno es inverso: es Dios quien busca al hombre.
Como recordó Juan Pablo II, Dios desea acercarse al hombre, Dios quiere dirigirle sus palabras, mostrarle su rostro porque busca la intimidad con él. Esto se hace realidad en el pueblo de Israel, pueblo escogido por Dios para recibir sus palabras. Ésta es la experiencia que tiene Moisés cuando dice: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que le invocamos?» (Dt 4,7). Y, todavía, el salmista canta que Dios «revela a Jacob su palabra, sus preceptos y sus juicios a Israel: no hizo tal con ninguna nación, ni una sola conoció sus juicios » (Sal 147,19-20).
Jesús, pues, con su presencia lleva a cumplimiento el deseo de Dios de acercarse al hombre. Por esto, dice que «no penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Viene a enriquecerlos, a iluminarlos para que los hombres conozcan el verdadero rostro de Dios y puedan entrar en intimidad con Él.
En este sentido, menospreciar las indicaciones de Dios, por insignificantes que sean, comporta un conocimiento raquítico de Dios y, por eso, uno será tenido por pequeño en el Reino del Cielo. Y es que, como decía san Teófilo de Antioquía, «Dios es visto por los que pueden verle; sólo necesitan tener abiertos los ojos del espíritu (...), pero algunos hombres los tienen empañados».
Aspiremos, pues, en la oración a seguir con gran fidelidad todas las indicaciones del Señor. Así, llegaremos a una gran intimidad con Él y, por tanto, seremos tenidos por grandes en el Reino del Cielo.
Día litúrgico: Martes III de Cuaresma
Comentario: Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España)
Movido a compasión (...) le perdonó la deuda
Hoy, el Evangelio de Mateo nos invita a una reflexión sobre el misterio del perdón, proponiendo un paralelismo entre el estilo de Dios y el nuestro a la hora de perdonar.
El hombre se atreve a medir y a llevar la cuenta de su magnanimidad perdonadora: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21). A Pedro le parece que siete veces ya es mucho o que es, quizá, el máximo que podemos soportar. Bien mirado, Pedro resulta todavía espléndido, si lo comparamos con el hombre de la parábola que, cuando encontró a un compañero suyo que le debía cien denarios, «le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’» (Mt 18,28), negándose a escuchar su súplica y la promesa de pago.
Echadas las cuentas, el hombre, o se niega a perdonar, o mide estrictamente a la baja su perdón. Verdaderamente, nadie diría que venimos de recibir de parte de Dios un perdón infinitamente reiterado y sin límites. La parábola dice: «Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda» (Mt 18,27). Y eso que la deuda era muy grande.
Pero la parábola que comentamos pone el acento en el estilo de Dios a la hora de otorgar el perdón. Después de llamar al orden a su deudor moroso y de haberle hecho ver la gravedad de la situación, se dejó enternecer repentinamente por su petición compungida y humilde: «Postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión...» (Mt 18,26-27). Este episodio pone en pantalla aquello que cada uno de nosotros conoce por propia experiencia y con profundo agradecimiento: que Dios perdona sin límites al arrepentido y convertido. El final negativo y triste de la parábola, con todo, hace honor a la justicia y pone de manifiesto la veracidad de aquella otra sentencia de Jesús en Lc 6,38: «Con la medida con que midáis se os medirá».
Día litúrgico: Lunes III de Cuaresma
Comentario: Rev. D. Santi COLLELL i Aguirre (La Garriga, Barcelona, España)
En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria
Hoy escuchamos del Señor que «ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Esta frase —puesta en boca de Jesús— nos ha sido para muchas y muchos —en más de una ocasión— justificación y excusa para no complicarnos la vida. Jesucristo, de hecho, sólo nos quiere advertir a sus discípulos que las cosas no nos serán fáciles y que, frecuentemente, entre aquellos que se supone que nos conocen mejor, todavía lo tendremos más complicado.
La afirmación de Jesús es el preámbulo de la lección que quiere dar a la gente reunida en la sinagoga y, así, abrir sus ojos a la evidencia de que, por el simple hecho de ser miembros del “Pueblo escogido” no tienen ninguna garantía de salvación, curación, purificación (eso lo corroborará con los datos de la historia de la salvación).
Pero, decía, que la afirmación de Jesús, para muchas y muchos nos es, con demasiada frecuencia, motivo de excusa para no “mojarnos evangélicamente” en nuestro ambiente cotidiano. Sí, es una de aquellas frases que todos hemos medio aprendido de memoria y, ¡qué efecto!
Parece como grabada en nuestra conciencia particular de manera que cuando en la oficina, en el trabajo, con la familia, en el círculo de amigos, en todo nuestro entorno social más debiéramos tomar decisiones solamente comprensibles a la luz del Evangelio, esta “frase mágica” nos echa atrás como diciéndonos: —No vale la pena que te esfuerces, ¡ningún profeta es bien recibido en su tierra! Tenemos la excusa perfecta, la mejor de las justificaciones para no tener que dar testimonio, para no apoyar a aquel compañero a quien le está haciendo una mala pasada la empresa, o para no mirar de favorecer la reconciliación de aquel matrimonio conocido.
San Pablo se dirigió, en primer lugar, a los suyos: fue a la sinagoga donde «hablaba con valentía, discutiendo acerca del Reino de Dios e intentando convencerles» (Hch 19,8). ¿No crees que esto era lo que Jesús quería decirnos?
Día litúrgico: Domingo III (A) de Cuaresma
Comentario: P. Julio César RAMOS González SDB (Salta, Argentina)
Dame de beber
Hoy, como en aquel mediodía en Samaría, Jesús se acerca a nuestra vida, a mitad de nuestro camino cuaresmal, pidiéndonos como a la Samaritana: «Dame de beber» (Jn 4,7). «Su sed material —nos dice Juan Pablo II— es signo de una realidad mucho más profunda: manifiesta el ardiente deseo de que, tanto la mujer con la que habla como los demás samaritanos, se abran a la fe».
El Prefacio de la celebración eucarística de hoy nos hablará de que este diálogo termina con un trueque salvífico en donde el Señor, «(...) al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer, fue para encender en ella el fuego del amor divino».
Ese deseo salvador de Jesús vuelto “sed” es, hoy día también, “sed” de nuestra fe, de nuestra respuesta de fe ante tantas invitaciones cuaresmales a la conversión, al cambio, a reconciliarnos con Dios y los hermanos, a prepararnos lo mejor posible para recibir una nueva vida de resucitados en la Pascua que se nos acerca.
«Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4,26): esta directa y manifiesta confesión de Jesús acerca de su misión, cosa que no había hecho con nadie antes, muestra igualmente el amor de Dios que se hace más búsqueda del pecador y promesa de salvación que saciará abundantemente el deseo humano de la Vida verdadera. Es así que, más adelante en este mismo Evangelio, Jesús proclamará: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’» (Jn 7,37b-38). Por eso, tu compromiso es hoy salir de ti y decir a los hombres: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho…» (Jn 4,29).
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